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martes, 16 de diciembre de 2014

A MODO DE DESPEDIDA...UNO DE MIS CUENTOS FAVORITOS!

El húsar de Ferenc Herczeg

Cierto día, al levantar nuestra vieja casa familiar, descubrí, detrás de la estufa, una cajita llena por completo de papeles amarillentos y diversos trastos. ¡Toda la prendería de la juventud! Revolviendo aquellas cosas viejas, tropecé con un pequeño húsar de cuero, cuya vista, repentinamente, despertó en mí recuerdos adormecidos de la infancia, que echáronse a volar en torno mío como mariposas multicolores.
     Lo cogí con la mano y lo limpié, quitándole el polvo y las telarañas. ¡Cómo lo había estropeado el tiempo! Su rostro estaba horriblemente acuchillado, carecía de nariz y, en algunos puntos, su esqueleto de alambre y las crines de que estaba lleno agujereaban el viejo uniforme; a pesar de esto, aquel guerrero de dos pulgadas me contemplaba con unos ojos fijos y rudos, como miraría un inválido que se viese después de veinticinco años en presencia de su general.
    Recordé los gloriosos combates que sostuvimos juntos en el gallinero, y con qué miedo golpeábamos a la tropa altiva de los pavos cuando caíamos sobre ellos con clamores guerreros.
    ¡Qué distinto era todo en aquel tiempo! El Universo terminaba en las colinas próximas plantadas de vides; la casa era un dominio; el patio, una provincia; el palomar parecíanos una torre vertiginosa, y el cenicero de la estufa, una caverna.
 Un limaco encontrado bajo el cobertizo, una rana extraviada en la fuente, tales eran los grandes acontecimientos de la jornada; un botón de dormán, un cartucho vacío hacíannos ricos.
    Los muebles del cuarto eran como seres vivos, y cuando bajo el imperio de la cólera dábamos patadas a la mesa, volvíamos en seguida a acariciarla para entrar de nuevo en su amistad.
    A veces, desde el fondo del pozo, unos rostros de niños sorprendidos y curiosos nos miraban, y los platos de confitura de nuestra madre estaban custodiados por un hombre negro, en el que apenas si creíamos, pero hacia el que, sin embargo, sentíamos un miedo muy grande.
    En la sombra suave situada ante la casa, perseguíamos los abejorros de amenazante vuelo, y, en cuanto la campana había tocado el ángelus, el cansancio pesaba sobre nuestros miembros y gustábamos montarnos sobre las rodillas de nuestra madre, donde cada uno teníamos nuestro puesto, mi hermana y yo.
    Como ante mí se hallaba la cuna vieja, rememoré durante largo tiempo la olvidada figura de mi hermana Vitza, a quien la difteria había arrebatado a la edad de cinco años. Era dos años más pequeña que yo, y pronto haría veinte que la mano descarnada de la muerte había segado aquel vástago humano. La herida que aquella desgracia nos había causado habíase cicatrizado lentamente; los rasgos de mi hermanita habían desaparecido de mi memoria, y a los diez años de su muerte sólo alguna que otra vez la recordaba.
    En aquel instante la volví a ver de repente con una maravillosa claridad. Era una criatura encantadora; ceceaba un poco al hablar y llevaba la cabeza algo inclinada. Su nombre verdadero era Victoriana, pero la abuela, no pudiendo familiarizarse con aquel nombre barroco, le había dado el diminutivo de Vitza.
    La sangre de mi hermanita hervía; era una niña que no estaba nunca quieta; daba mucha guerra en la cocina, y cuando mi madre blandía la escoba para castigarla, se escapaba bailando al patio. A mí me quería mucho; era crédula como todos los niños que tienen buen corazón, y decía que habría preferido ser muchacho.
    A esto se debía que ella fuese la más ferviente admiradora de las hazañas musculares que yo realizaba en la verja del jardín, y si alguna vez la engañaba contándole la parte por mí tomada en las luchas que organizaba con los muchachos zíngaros en los alrededores del pueblo, veía lucir en sus ojos la llama del más sincero entusiasmo.
    La pobre Vitza experimentaba una adoración sorprendente por mi húsar de cuero. Constituía el único objeto de sus sueños, y su amor hacia aquel militar contristaba hondamente con su infantil existencia.
    Cuando quería expresar que una cosa era bonita, encantadora y aun sublime, decía:
-¡Es como el húsar!
    Nuestros padres no se fijaban en la extraña pasión de Vitza. En cuanto a mí, estaba bien seguro de que ningún otro húsar, por mucho que se pareciese al mío, le habría gustado del mismo modo a mi hermanita. Era el mío, precisamente el mío, el que la fascinaba.
    Una vez el húsar estuvo en su poder:
Con ocasión de mi santo, me regalaron un traje nuevo y un reloj. En el primer transporte de alegría corrí a casa de mi abuela para que me admirara. En el patio de la casa había un inmenso gallinero sobre el cual yo tenía costumbre de subirme para lanzar algún quiquíriquí. Hice lo mismo aquel día y Vitza, que se había quedado abajo, aplaudía con el mayor entusiasmo. Pero nuestra alegría acabó muy pronto, porque, al bajar, me enganché en un clavo y me hice un desgarrón de cinco dedos en el codo de mi chaqueta nueva. Yo comencé a llorar y mi hermana palideció de terror. La abuela, adentro, estaba confeccionando unas apetitosas golosinas; pero no entramos, y con el corazón en un puño, nos volvimos a casa. La pobre Vitza, que caminaba a mi lado, tomaba una parte muy grande en mi desgracia.
    De pronto me cogió de un brazo.
-Oye, Didi, no llores; yo te lo arreglaré.
-Pero -pregunté yo, con una voz llena de desconfianza-, ¿sabes tú coser, Vitza?
-¿Yo? Vas a verlo; coso tan bien que nadie lo notará.
    De vuelta a casa, me oculté en la bodega y Vitza comenzó a dar vueltas alrededor del cesto de costura de mi madre, hasta que logró apoderarse de cuanto necesitaba. Provista de una aguja, de un ovillo de hilo, de unas tijeras y de un dedal vino a mi encuentro. Me tumbé a lo largo de una cesta de junco, y Vitza, arrodillándose con un aire grave, se puso a coser la chaqueta, dando grandes puntadas. Cuando hubo terminado, ella fue la primera en contemplar su obra con una mirada desconfiada: la chaqueta era azul obscura y el hilo era blanco. Pero en el acto, su imaginación vivísima se puso en camino de arreglar la cosa: fue a buscar tinta y, con la punta del dedo, ennegreció el zurcido tan bien, que desapareció el contraste y no se notaba la costura.
    En medio de la alegría que esto me produjo, cometí una falta de la que no tardé en arrepentirme. Le regalé a Vitza mi húsar. Mi pobre hermanita no quería creer a sus ojos y se puso pálida de contento.
    -Didi, ¿me lo das de veras?
-Te lo doy, Vitza.
-¿Para siempre?
-Para siempre.
-¡Júralo!
-Lo juro.
    Vitza cogió al húsar y corrió hacia el jardín dando gritos de alegría.
   Por la noche, cuando llegó la hora de irnos a la cama, Vitza se arrodilló en la camita, recitando sus oraciones con el húsar bajo el brazo.
    Al desnudarme, la manga de mi chaqueta se desgarró otra vez por el codo.
-¿Qué es eso? -gritó mi madre.
¡Horror! Vitza había cosido la manga de la chaqueta con la camisa.
Mi madre no pudo contener la risa, a pesar de su enfado. El conflicto se resolvió dándome unos ligeros papirotazos.
    Al día siguiente, muy temprano, Vitza se puso a jugar con el húsar, y la envidia comenzó a devorarme.
    Pensé que nuestro pacto era nulo, porque Vitza había arreglado mal la chaqueta, y mamá lo había notado. En consecuencia, yo quedaba desligado de mi juramento y el húsar debía serme devuelto.
    De aquel razonamiento surgió una disputa con Vitza, que, inflamado el rostro de ira, acabó por arrojarme el húsar a los pies.
    -Toma, para ti, no lo necesito.
    A partir de aquel momento, guardé mi tesoro más celosamente que nunca. El valor que tenía para Vitza me lo hacía más querido. Cuando me iba al colegio, tenía cuidado de esconderlo, unas veces en la bañera, otras bajo un mueble, pero a pesar de todo, no dejaba de advertir que durante mi ausencia alguien había ido en busca de mi tesoro. Entonces busqué mejor escondrijo, y cuando jugaba en el jardín con mi húsar, mi hermanita seguía con una tristeza celosa todos mis movimientos.
    ¡Pobre Vitza! Con ser su vida tan corta no pudo evitar a su alma la angustia de un deseo imposible.
    Súbitamente cayó enferma.
Declaro que la envidié sinceramente. No conocía estado más agradable que el de enfermo. Le metían a uno en la cama, le arropaban con mimo, le colocaban mullidos almohadones, papá y mamá le acariciaban y, en tomando una pizquilla de algo que le dieran, inmediatamente se hacía acreedor a un premio de bombones, dátiles o naranjas.
    Para separarnos, me instalaron en casa de la abuela. La casa estaba junto a la iglesia y desde nuestro patio veíanse las dos grandes torres góticas; el zumbido de las campanas hacia vibrar los vidrios de las ventanas. Desde las paredes del cuarto donde dormía, me miraban unas señoras de largos cuellos. Pero lo que más excitaba mi interés era, sobre la cómoda, un viejo reloj de música. ¡Qué reloj aquel tan maravilloso! Debajo del cuadrante, en el sitio del balancín, una mariposa dorada giraba de derecha a izquierda. Entre las dos columnas de alabastro, mostrábase un verdadero jardín con un castillo vasco, un surtidor, unos tulipanes rojos y un prado verde obscuro; en el jardín campeaba un caballero español, cubierto con una gorra con plumas y que, guitarra en mano, fijaba su mirada ardiente en las cerradas ventanas del castillo. Cuando el reloj sonaba, una señora diminuta aparecía y se agitaba mecánicamente. El caballero rascaba su guitarra, el cristal ondulado comenzaba a dar vueltas y brotaba una admirable melodía antigua. Yo contemplaba emocionado aquella obra maestra.
     Pero me olvido hablar de Vitza.
Un día, la abuela me dijo que la pobrecita iba muy mal. “Bueno -pensé yo-, eso quiere decir que le dan muchos bombones”.
    Por la tarde la doncella vino a nuestra casa, para decirnos que iba en busca de medicinas y que Vitza me rogaba que le prestase mi húsar.
    -¿Quiere mi húsar… mi húsar? -balbucí yo-. ¿Dónde lo he puesto? Voy a buscarlo.
    Ignoro qué demonio perverso me empujó, pero entré en el cuarto, oculté mi húsar bajo la chaqueta y, franqueando la verja, me escapé por el campo. No me creí seguro en tanto no estuve lejos, completamente solo, bajo los sauces. Durante largo tiempo anduve errante por las orillas del arroyo. ¡Oh, aquella Vitza! ¡No se conformaba con no ir al colegio y estar comiendo bombones todo el día, sino que, además, quería el húsar!
    Como se iba haciendo de noche, comenzó a inquietarme la soledad. Los viejos sauces carcomidos parecíanme a veces siluetas de hombres en la penumbra.
    Cuando llegué a casa con mi húsar bajo el brazo, mi abuela estaba sentada en el patio, silenciosa y consternada. Por encima de los árboles del patio revoloteaban los murciélagos.
    La luna se alzaba entre las torres de la iglesia, cuyas arcadas góticas y los extraños adornos se bañaban en su mágica claridad.
    En un cuartel próximo tocaban la retreta, y sus sones me pusieron triste.
“Quizá -pensé- habría sido conveniente enviarle el húsar de cuero a Vitza”.
    Aquella noche tuve un sueño muy extraño. Yo me paseaba por el jardín del reloj de música; encima de mi cabeza la mariposa continuaba revoloteando, el surtidor corría, la música sonaba, pero el caballero que tocaba la guitarra era mi húsar de cuero y por la ventana del castillo mi hermana Vitza le hacía señas con la cabeza.
    Me desperté sobresaltado y salté fuera de la cama… En el cuarto la vela seguía ardiendo.
    -¿Abuela?
-¿Qué quieres, hijo mío?
-El húsar… el húsar…; debiera habérselo dado a Vitza, ¿verdad?
    La abuela me abrazó tiernamente y, dominando sus lágrimas, dijo:
    -Vitza se ha ido al cielo, niño; Vitza se ha convertido en un ángel.
   En este punto de borran mis recuerdos. No puedo precisar lo que sentí, y únicamente me acuerdo de que horas después me encontraba en casa de mis padres. El patio estaba lleno de gentes extrañas que cuchicheaban mirando curiosamente el pequeño féretro de cobre alargado delante de nosotros. Al perfume de los tilos en flor mezclábanse el olor de cirios, el sacerdote rezaba en voz baja y se escuchaba el arrullo de unos pinchones amodorrados bajo el alero. Miraba yo la cinta negra cosida a mi sombrero de paja, que mordisqueaba entre los dientes, y lloraba porque veía llorar a mi madre. Estaba mortalmente pálida y, de tiempo en tiempo, un gemido salía de su pecho; entonces apretaba convulsivamente mi mano, y yo creía que el mundo se iba a hundir en un abismo.
    Cuando al día siguiente nos sentamos a la mesa quedó vacío un sitio. Mi padre rechazó su plato con un gesto de abatimiento, y mi madre clavó sus ojos en el puesto vacío.
    -Pobrecita mía -dijo ella temblando-; durante sus últimos momentos, ya no me reconocía, y en su delirio sólo hablaba de un húsar…
    Entonces la cuchara se me cayó de la mano. Me di cuenta de que, en efecto, debí dar a Vitza el húsar.
    Y he aquí que ahora, después de veinte años, el húsar de cuero, a quien la pobre Vitza permaneció fiel hasta el momento de su muerte, se alza todavía ante mí.
   No soy de los que tienen ya arreglada su cuenta con la vida; pero de buena gana daría todo cuanto todavía puedo esperar del porvenir, por poder encontrarme una vez más cara a cara con Vitza y darle el húsar, diciéndole:
-¡Toma, Vitza mía! ¡Te lo doy, y ya es tuyo para siempre!

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